Había
perdido toda esperanza y ya sólo luchaba por sobrevivir. La desesperación
tomaba color carmesí y quemaba en la garganta. Mamaba de una teta de cartón
sorbos compungidos. La puesta de sol exacerbaba el ánimo lúgubre de mi alma
taciturna en sombras alargadas sobre el asfalto. El color violáceo del
crepúsculo enmarcando la mirada perdida hacia un pasado nostálgico de un
vagabundo afligido. Dejé el libro apoyado en la papelera del vestíbulo de la
biblioteca municipal mientras orinaba y me sonaba los mocos. Contemplé horrorizado
en el espejo mi rostro feo, la nariz y las mejillas ruborizadas por una ingesta
desmedida de alcohol. Sólo se me ocurría llenar el vacío existencial bebiendo a
trochemoche. Beodo, el sufrimiento se soporta mejor. Pregunté al joven qué leía.
Leía novelas de amor de un escritor japonés. Devolví el libro al tiempo que
hacía una crítica feroz del mismo. A la bibliotecaria pareció gustarle mi
interpretación de la lectura pues rió y asintió ante el comentario. Cuando salí
a la calle me invadió una honda tristeza y decidí quitarme la vida esa misma
noche. Eché un trago largo y vehemente de vino barato y luego otro similar y
uno más hasta vaciar el contenido entero del cartón en mi estómago. Sentía como
si me hubiesen apuñalado en el vientre y mis tripas bramaban cual tempestad en
el mar. Vomité media hora después una substancia verde y roja y espesa.
Entonces me arrodillé, llorando, y lamí mis zozobras. Su olor ácido y su sabor
desabrido me provocaban náuseas y notaba como la arcada ascendía decidida por
el tubo digestivo, desgarraba mi garganta y pugnaba por salir al exterior.
Un
colega errante me vio pero inhibió cualquier conato de ayuda. La mierda de uno
le pertenece únicamente a él. La mierda de tipos como yo se contagia
fácilmente, más rápido que los virus. Su apatía lo protegía de sufrir una
situación idéntica a la mía. Le dediqué una sonrisa desdentada de aquiescencia.
El
coche de policía se detuvo frente a mí y uno de los agentes me asió de la manga
raída del jersey y me introdujo bruscamente en el asiento trasero del
automóvil. La cabeza me daba vueltas, los árboles y los transeúntes que nos
cruzábamos los percibía difusos, como manchas informes sobre un fondo lechoso y
centelleante. Esa noche pernocté en la comisaría, solo en una celda diminuta
compuesta por una cama añeja de colchón desvencijado y sucio, un sórdido orinal
donde hacer mis necesidades, encerrado en un cubículo ignominioso de paredes
húmedas envuelto en una manta harapienta y tiritando para enfrentar los rigores
de un microclima invernal genuino de aquella celda. Me ofrecieron un caldo con
sabor a pollo que ingerí ávidamente, aunque luego me arrepentiría de aceptar
las dádivas de esa cuadrilla de fascistas prejuiciosos. No tenía la menor idea
de por qué me hallaba enjaulado, yo, cuyo único delito era ser pobre y
desdichado. Sabía que los otros que no eran como yo recelaban de mí y mis
camaradas, y podía visualizar su mirada inquisitiva y su censura cáustica de
nuestro modus vivendi convirtiéndonos,
en un giro demente de su psique, en beneficiarios de su hipócrita
conmiseración.
El carcelero recogió la
taza y cuando se marchaba tosí y aspiré impetuosamente por la nariz profiriendo
un repulsivo ruido burbujeante de mocos indómitos. Vi articular a su rostro
ceñudo insultos y vituperios y su mano formar alrededor de la nariz. El graznido de un cuervo privado de libertad.
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