En la cena de graduación entrelazamos
nuestros brazos y caminamos juntos hasta el ostentoso salón del restaurante.
Corté una rosa blanca de los exuberantes jardines del recinto hostelero y se la
coloqué entre su pelo azabache. Ella me miraba y amaba aquellos encantadores
ojos verde- azulados. Su cuerpo pegado al mío, notaba la redondez de sus senos
en mi pecho, la suavidad de la dermis de sus antebrazos. Era feliz. Recuerdo
que llevaba un vestido de color rojo ceñido y su voluptuoso trasero descollaba
entre su anatomía. Me encantaba observarla andar, escalaba con la mirada sus
níveas piernas y notaba como el aire me faltaba cuando coronaba la cima de
nieve derretida. Sus generosos glúteos bamboleándose enérgicamente me producían
una vigorosa erección. En ese momento quería hacerle el amor, besar sus muslos,
la pantorrilla, sus tobillos, mordisquear su hipnótico trasero, me seducían sus
piernas y se apoderaba de mí un deseo vehemente de poseerla y acariciarla y
ofrecerme a ella por completo.
Cenamos uno al lado del
otro, no dejábamos de mirarnos, reíamos felices y nos mirábamos mientras
reíamos, ella introducía su cuchara pizpireta en mi plato y me arrebataba una
poción de mi postre, yo untaba su delicada nariz con nata y volvíamos a reír
porque los enamorados nunca cesan de reír.
Cogimos un taxi que nos
llevó a la discoteca y sentada en el asiento trasero apoyo su cabeza sobre mi
hombro, giró sutilmente su cuello y se me quedó mirando y pude contemplar,
extasiado, sus ojos como lagos de agua cristalina reflejando la luz de un sol
español canicular. Bailamos, bebimos y cumplimos con todos los rituales de
cortejo, y los dos volvimos a casa en un plácido paseo nocturno.
Nos despedimos, nos dimos
las buenas noches, nos besamos, una primera vez, pero seguimos conversando en
el umbral de la puerta de su piso, la besé de nuevo y allí acabó todo. Me
marché a casa muy excitado, farfullando, maldiciendo, pensando que era un
cobarde que había dejado escapar a una chica perfecta, de telenovela,
atractiva, inteligente, gentil. “Imbécil”. Del bolsillo del pantalón extraje
las llaves, abrí la puerta y me dirigí a la cocina, tomé un vaso de leche fría
y pasé al baño, eché el pestillo, me desnudé y me masturbé, dos veces. Era
incapaz de conciliar el sueño, encendí el televisor, intenté leer, jugar en el
ordenador, nada, mi mente se quedó con ella, llamando a la puerta de su casa.
Me vestí y allí fui. En el paseo hasta su hogar empecé a dudar, si ella no
había dado un paso más quizás no quisiese nada conmigo. Me quedé rumiando esta
opción, de pie, bajo una farola de la avenida, dubitativo, tenso y
apesadumbrado. Regresar se presentaba como la mejor opción. Yo era un pardillo,
un solitario, un marginado, un botarate, un don nadie carente de virtudes,
pero, -“¡¡NO!!”-, ella había reconocido algo positivo en mí, así que di media
vuelta y armado de una confianza y una resolución sin parangón en mi exigua
vida amorosa, crucé la calle y allí estaba, en el mismo escenario donde le dije
adiós y nuestros caminos divergieron esa noche. Total, se trataba de elegir
entre ser un cobarde o arrostrar el rechazo de la mujer a la que amaba. Por
consiguiente, con el aspecto de cucaracha que me daba mi camisa negra, a la que
otorgaba poderes mágicos porque me traía buena suerte, me planté en su casa como
el osado insecto venido de las alcantarillas con la abyecta intención de
secuestrar a una joven y bella damisela desprotegida. SIN EMBARGO… no la
molesté esa noche, ya que espantado por el fulgor de los faros de un coche me
refugié en la obscuridad huyendo como el dictióptero miserable que soy. La luz,
ah, no podía ser, ella no me merecía. Sentía que sólo podía mantener una
relación con una mujer que no amase. La amaba y al amarla sabía que mis
ingentes defectos le harían daño y pensar en ello me entristecía, pues jamás
sería capaz de compartir mi amor con la mujer a la que deseaba. El que no ha
experimentado esta situación no podrá imaginar el inmenso sufrimiento que se ha
de soportar. Yo en esos días me hallaba destrozado, languidecía como la planta
que no se nutre del sol. Sacaba la energía suficiente para aprobar los
exámenes, comía mal y había roto los ritmos circadianos. Experimenté un amor
ponzoñoso siendo aún un adolescente barbilampiño e inocente y fatuo con mucho
camino vital por recorrer. Maldito amor, apuñala inmisericorde tu corazón una y
otra vez y otra, dulce agonía que hiere, enajena tu psique, anula tu
determinación, marchita y socava tu ánimo, golpea con su puño granítico en el
hígado y, no obstante, jamás cejas en tu empeño de hallarlo allí entre tu
familia, tu pareja y tus amigos. Una trampa de la que no puedes escapar. Un
impulso de supervivencia.
A veces, reflexiono sobre
todo ésto llegando a la conclusión de que el fracaso es la salida más cómoda
para el espíritu pusilánime, pero el fracaso entendido como la predisposición a
admitir la pérdida, que de tanto producirse acabaría por inmunizar el sistema
nervioso del individuo protegiéndolo del dolor. ¿Por qué luchar y aceptar la
incertidumbre del reto cuando darse por vencido evita el desengaño indeseado? Nadie
es perfecto y tu pareja, desde luego, no espera de ti más de lo tú te exiges.
Quizás el amor consista en dejarse llevar e improvisar, fiel a tus instintos,
entregando la responsabilidad de tus decisiones a tu saber inconsciente.
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