Nos volvimos a ver a la
mañana siguiente pero ninguno mencionó nada de lo ocurrido la noche anterior.
¿Acaso lo soñé todo? Imposible, mi ropa olía a ella. Durante la clase escribí
su nombre una y otra vez rellanando el folio que tenía sobre la mesa por las dos
caras. En letras mayúsculas, minúsculas, sombreado, adornado con flores, en
tres dimensiones. Ella lo era todo para mí en ese momento. Giraba alrededor de
ella como la tierra lo hace en derredor del Sol. Su amor, su cariño, sus
miradas, sus caricias me abrasaban, quemaban y dolía el estar separado de ella.
Escuchar su voz me calmaba y tenerla a mi lado, ¡qué privilegio!, caminar, conversar y reír recorriendo de la
mano los pasillos de la facultad. Mientras describo ésto el corazón se me queja
reticente a recordar lo que me hizo feliz, mi fiel amigo me protege, quiere que
no sufra. Lo noto pesado en mi pecho, su latir venenoso y responde con ira
cuando reproduzco su rostro en mi mente o visualizo una fotografía mental donde
ambos nos expresamos nuestro amor recíproco, entonces irradia un dolor frío que
se propaga a través de los vasos sanguíneos como multitud de hormigas
mordisqueando la carne de mi cuerpo. ¿Sería posible no sentir, no pensar, no
recordar cuando una trivial caricia de una mujer quiebra tu equilibrio
homeostático? El resto, tu trabajo, tus aficiones, la comida con la familia el
próximo fin de semana, los planes de vacaciones con tus amigos, todo es
secundario y pasa a un segundo plano. Cuando el amor tiraniza se pierde el
juicio y uno nunca debió olvidarse de amarrase al mástil de su barco. Sin
embargo, ¿hay regalo más bello que ser amado por una mujer preciosa? Diría que
no, es más, me atrevería a afirmar que merecería la pena un microsegundo de su
amor aunque con ello me condenase a una vida eterna entre fuegos, azufre y pesadumbre
inefable. El amor es como el mordisco embriagador del vampiro, excita pero, a
la vez, arrebata subrepticiamente tu vitalidad.
Amar equivale a vivir en el mismísimo infierno, imbuido de una vorágine de
sentimientos incomprensibles e incontrolables, y el paraguas de la razón no
protege contra tamaña tempestad. No es que dos más dos no sean cuatro, no, es
que eso te es completamente indiferente porque el amor no refuta los argumentos
de la razón, los ignora. Y aun así … porque aporta seguridad. Maldita droga, yo
te maldigo, Amor.
Hice añicos el folio y dejé
que cada trozo de papel resbalase por entre mis dedos cayendo lentamente en las
lúgubres entrañas de la papelera. Cáscaras de plátano y mandarina, carboncillo
de lápices que han sido afilados, los apuntes de estudiantes insatisfechos,
bolas brillantes de papel de plata, pañuelos de papel plegados y amorfos eran
digeridos en su estómago inmisericorde junto a mis sentimientos. La vida me
había mostrado cómo funciona ésto que vivimos: embriaguez, puro placer efímero
y adictivo seguido de dolor y hastío y
nada. Regresar y quedarme allí para siempre. Habitar eternamente en las
coordenadas espacio- temporales de esa noche. Sólo eso. No pedía nada más. No
obstante, el tiempo avanza inexorable. Sufrí, lloré, conjuré a la muerte,
notaba su presencia dentro de mí como un nudo en la garganta que apretaba y me
asfixiaba. En ese momento prefería morir a soportar el presente sin ella. Estaba
dispuesto a descomponer mi cuerpo en átomos de carbono inertes.
El cuchillo de filo
aserrado horadó la capa epidérmica de mi dedo índice de la mano izquierda
cubriendo de rojo los taquitos de queso que cocinaba. De la herida manaba una
cascada iracunda de sangre ardiente como si hubiese estado esperando todo este
tiempo, expectante, para salir de los límites espaciales que la piel le
imponía. Quizá si el corte lo ejecutaba más abajo, justo en la muñeca, un tajo
horizontal facilitase la huida de mi alma taciturna a través de la incisión
practicada. Hundí el extremo puntiagudo del cuchillo allí, punzaba, percibía el
tacto frío de la pieza de metal incrustado en mi muñeca, lo desplacé un
milímetro, gemí de dolor, lágrimas pesadas y calientes brotaban de la comisura
de mis ojos y resbalaban por la mejilla, sentí miedo, pánico, me aferré a la
vida, los dedos, la mano y la extremidad derecha inhibieron sus actividades,
rígidos y paralizados. No estaba preparado para la muerte porque la muerte
reclama a los espíritus intrépidos. Por consiguiente, debía seguir, afrontar,
arrostrar el sufrimiento y sólo cuando aceptase su presencia inmanente en la
vida del ser humano alcanzaría la paz.
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