sábado, 31 de octubre de 2015

CENA DE GRADUACIÓN (DESENLACE)

El año anterior a la cena de graduación, mi tercer año en la universidad, organizamos una cena en mi piso a la que concurrimos todos los amigos y amigas. Hugo, un colega virtuoso con los cuchillos, fue el encargado de preparar el menú contando con mi inestimable ayuda interpretando el papel de pinche de cocina. Nos pasamos toda la tarde del jueves cocinando, cortando, cociendo, macerando, rellenando, gratinando pasta, tomates, carne, arroz, lechuga, pan, queso, etc. La velada transcurrió entre risas, anécdotas, vivencias, discusiones, agradecimientos y cumplidos, sacamos el alcohol y nos servimos unas copas prolongando la sobremesa hasta tres horas, entonces el grupo se dividió en dos, unos se fueron a dormir y el resto continuó de farra. Yo reduje el caos imperante en el salón cepillo y cogedor en ristre, me cambié la camisa y los vaqueros por el pijama para sentirme más cómodo, en el baño me masturbé, duché y lavé los dientes y me fui a acostar. Estaba durmiendo cuando a eso de las cinco de la madrugada ella entró en mi dormitorio, se lanzó sobre el catre, risueña, y me despertó riendo. Pronunció mi nombre con voz queda y me confesó que había dudado entre pasar o no a la alcoba no sabiendo qué podía encontrar allí. Pensó que quizás me hallase desnudo, aunque le contesté que yo siempre acostumbraba a dormir con pijama. Me levanté de la cama y la invité a tomar un cacao con leche frío, ella aceptó, se sentó en el sofá del comedor y mientras esperaba hablaba y hablaba y hablaba ebria y sensual. Quise besarla pero no me atreví. En el ínterin, mi camarada de piso, al que había acompañado, se guareció en su cubil y cayó en los brazos de Morfeo. Le serví su taza de cacao y yo me preparé un café capuccino. Después de la cena había pasado por su casa y modificado su vestuario, compuesto ahora por un elegante vestido de color negro y unos distinguidos zapatos de tacón alto también negros. En su rostro níveo descollaban unos labios carmesí intenso, su melena azabache estaba recogida en una coleta danzarina que oscilaba graciosamente ante cada delicado giro de su cabeza, cada paso, cada sonrisa. Todo en ella le otorgaba una belleza sublime. Charlamos, ¿durante cuánto tiempo?, no lo sé. Nos pusimos en pie y caminamos inconscientemente, como guiados por un patrón de actuación preprogramado codificado en nuestros cerebros apremiándonos a comportarnos sin objeción, hacia la alcoba. Abrí la ventana, penetramos con la mirada el cielo y los edificios en lontananza, rodeé delicadamente con mi brazo siniestro su cintura y la acerqué hacia mí, me besó en el cuello, en la mejilla, ardía de placer, posé ambas manos en su cadera, la sujeté con firmeza y la besé en los labios, un beso cálido, prolongado, anhelado, la miré, me miró, nos miramos, y noté pesar en su mirada. Sus ojos habían perdido gallardía, garbo, vigor, donaire pero seguían conservando su belleza aun fatigados. Me volvió a besar, pero esta vez fue un beso fugaz, de despidida. Se fue y sólo supe o pude sentarme en el borde de la cama, confuso y jodido. El suave sonido de la puerta al cerrarse y el eco de sus tacones descendiendo por las escaleras. Mi compañero de piso se situó junto a mí. Desde la ventana de mi dormitorio, en silencio, la vimos ascender al cielo como si se tratase de un ángel, envuelta en un haz de luz lechosa y fulgente. 

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