El año
anterior a la cena de graduación, mi tercer año en la universidad, organizamos
una cena en mi piso a la que concurrimos todos los amigos y amigas. Hugo, un
colega virtuoso con los cuchillos, fue el encargado de preparar el menú
contando con mi inestimable ayuda interpretando el papel de pinche de cocina.
Nos pasamos toda la tarde del jueves cocinando, cortando, cociendo, macerando,
rellenando, gratinando pasta, tomates, carne, arroz, lechuga, pan, queso, etc.
La velada transcurrió entre risas, anécdotas, vivencias, discusiones,
agradecimientos y cumplidos, sacamos el alcohol y nos servimos unas copas
prolongando la sobremesa hasta tres horas, entonces el grupo se dividió en dos,
unos se fueron a dormir y el resto continuó de farra. Yo reduje el caos
imperante en el salón cepillo y cogedor en ristre, me cambié la camisa y los
vaqueros por el pijama para sentirme más cómodo, en el baño me masturbé, duché
y lavé los dientes y me fui a acostar. Estaba durmiendo cuando a eso de las
cinco de la madrugada ella entró en mi dormitorio, se lanzó sobre el catre,
risueña, y me despertó riendo. Pronunció mi nombre con voz queda y me confesó
que había dudado entre pasar o no a la alcoba no sabiendo qué podía encontrar
allí. Pensó que quizás me hallase desnudo, aunque le contesté que yo siempre
acostumbraba a dormir con pijama. Me levanté de la cama y la invité a tomar un
cacao con leche frío, ella aceptó, se sentó en el sofá del comedor y mientras
esperaba hablaba y hablaba y hablaba ebria y sensual. Quise besarla pero no me
atreví. En el ínterin, mi camarada de piso, al que había acompañado, se
guareció en su cubil y cayó en los brazos de Morfeo. Le serví su taza de cacao y
yo me preparé un café capuccino. Después de la cena había pasado por su casa y
modificado su vestuario, compuesto ahora por un elegante vestido de color negro
y unos distinguidos zapatos de tacón alto también negros. En su rostro níveo
descollaban unos labios carmesí intenso, su melena azabache estaba recogida en
una coleta danzarina que oscilaba graciosamente ante cada delicado giro de su
cabeza, cada paso, cada sonrisa. Todo en ella le otorgaba una belleza sublime.
Charlamos, ¿durante cuánto tiempo?, no lo sé. Nos pusimos en pie y caminamos
inconscientemente, como guiados por un patrón de actuación preprogramado
codificado en nuestros cerebros apremiándonos a comportarnos sin objeción,
hacia la alcoba. Abrí la ventana, penetramos con la mirada el cielo y los
edificios en lontananza, rodeé delicadamente con mi brazo siniestro su cintura
y la acerqué hacia mí, me besó en el cuello, en la mejilla, ardía de placer,
posé ambas manos en su cadera, la sujeté con firmeza y la besé en los labios,
un beso cálido, prolongado, anhelado, la miré, me miró, nos miramos, y noté
pesar en su mirada. Sus ojos habían perdido gallardía, garbo, vigor, donaire
pero seguían conservando su belleza aun fatigados. Me volvió a besar, pero esta
vez fue un beso fugaz, de despidida. Se fue y sólo supe o pude sentarme en el
borde de la cama, confuso y jodido. El suave sonido de la puerta al cerrarse y
el eco de sus tacones descendiendo por las escaleras. Mi compañero de piso se
situó junto a mí. Desde la ventana de mi dormitorio, en silencio, la vimos
ascender al cielo como si se tratase de un ángel, envuelta en un haz de luz
lechosa y fulgente.
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