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“¡Qué asco de vida!”.
Mis
tripas rugían demandando combustible. A eso acaba reduciéndose todo, a la
carne. El ser humano es una infame máquina biológica en lucha perpetua por restaurar
el equilibrio homeostático de su organismo. Tengo hambre, siento, luego existo.
El viejo león errante,
devorador de hombres, sentado en el poyete de una vetusta casa, bebía cerveza,
bostezaba, silbaba, aburrido, sin saber cómo matar el tiempo porque, o bien, él
era el que imponía su ritmo al tiempo, o bien, ese mismo tiempo inoculaba el
veneno del tedio emponzoñando su organismo. El viejo león, ese era yo. Cazaba
perdices en el cementerio, donde me las comía, crudas, después de
despellejarlas y extraerles las vísceras, pese a que me hallaba en lugar
sacrosanto, lugar que respetaba, de descanso y paz eternos. Sin embargo, yo era
un hombre hambriento regido por sus instintos más primitivos. Conductas
atávicas ocultas en el humano civilizado se manifestaban en mi comportamiento;
como el animal salvaje, mi única preocupación diaria se centraba en encontrar
alimento que llevarme a la boca. El cultivo espiritual, la reflexión moral o la
contemplación de la belleza requieren un esfuerzo intelectual ímprobo, tiempo y
tener el estómago lleno. A mí me sobraba tiempo. Y el tiempo que se consume en
urdir planes para conseguir comida exacerba la sensación de hambre, te lleva a
la desesperación y te aleja de las tareas más sublimes encomendadas al ser
humano. Lo repito una vez más: somos carne, huesos, sangre y dolor (entiéndase
fluctuaciones en el correcto funcionamiento del organismo).
Abordé
a tres jóvenes bellos, altos, frisarían el metro ochenta y cinco, sanos, de
andar resuelto que pasaban frente a mí y les pregunté por su coche, “Cuál
era?”, un opel astra azul marino metalizado, me incorporé, dejé la litrona a un
lado sobre el poyete, los saludé estrechando sus manos efusivamente, alabé su
buen gusto reiterando lo precioso que era su coche, un coche muy bonito. Ellos
sonrieron. Me había especializado en lisonjear a todo aquel que pudiese
ofrecerme su ayuda, de hecho, era un comportamiento que surgía espontáneamente
prescindiendo de la participación de mi mente consciente, como una respuesta al
estímulo de la presencia de gente. Además, diligentemente cuidado, la
carrocería bruñida emitía un fulgor que hería las pupilas de mis ojos
entrecerrados. A continuación, juzgué que era el momento oportuno y solicité su
auxilio rogándoles que me prestasen un euro con el que comprarme un bocadillo
para calmar el hambre, y como accedieron gustosamente, sin titubeos, me vi en
la obligación moral de recompensarles, así que recurriendo a mi prolija
experiencia de la vida en la calle les di un par de consejos que a buen seguro
les serían de utilidad en el futuro, porque me resultaron simpáticos, estos
jóvenes dadivosos, y porque su coche era muy bonito. En primer lugar, les
previne sobre la naturaleza mezquina del ser humano advirtiéndoles que hasta en
los actos de bondad, realizados con las más nobles intenciones, subyace un
interés egoísta; se lo sinteticé en la máxima -“No os fiéis de nadie”-. Segundo
consejo y más importante, atended al menesteroso y si os pide una limosna para
comer dádsela, no os figuréis que ese dinero será invertido en comprar drogas,
ya que cuando hay gazuza el timorato pierde la vergüenza y los buenos modales
se olvidan pues el hambre es una necesidad fisiológica que es imperativo
satisfacer; a nadie le resulta agradable importunar a otros, por ese motivo sed
caritativos con ellos y no dejéis que insistan en sus ruegos, no os podéis
imaginar lo que sufre el alma del pedigüeño.
Ofrecía
mi sabiduría de vagabundo con regocijo mientras los jóvenes escuchaban mis
reflexiones atentos, como conspicuos estudiantes enamorados de las virtudes de
su maestro. No obstante, el fanfarrón conductor de un mercedes descapotable
interrumpió nuestra disertación sobre la actitud para con las zozobras del
vagabundo. Los altavoces de su descapotable escupían una música afrentosa para
nuestros oídos a un volumen indecente, y el canalla, además, tuvo la osadía de
burlarse de mí, -“Vamos Tito”-, vociferó el granuja, provocando las carcajadas
de sus acompañantes femeninas; por otra parte, bellísimas. Reaccioné a sus
provocaciones blandiendo el puño enérgicamente en el aire, furioso, irritado,
airado, como se quiera decir; respondí con una retahíla de exabruptos al tiempo
que vituperaba su conducta indecorosa; visualicé su trasero a merced de mi
pierna y le propiné un potente puntapié que enrojeció su nalga derecha y,
finalmente, cargué el puño en un conato de agresión. Todo ello ante la mirada
atónita de mis interlocutores. Consciente de mi locura pasajera, me serené y
supliqué me disculpasen por tan injustificada actitud, inusual en alguien como
yo, e improcedente, mostrándome, a continuación, como un hombre razonable
inflexible ante el escarnio, que en esas situaciones pierde los papeles en
contra de su voluntad pero que, no obstante, recupera la compostura con igual
rapidez como su temperamento belicoso reprende al lenguaraz.
Finalizada
nuestra conversación, los jóvenes subieron al automóvil. Afligido, los observé
acomodándose en los asientos del opel astra azul metalizado- muy bonito. Reían
felices, y yo quería compartir su dicha,
no podía no ayudar una vez más a estos jóvenes de noble corazón. Su
actitud me había vuelto a reconciliar con la raza humana, a la cual odiaba
enconadamente y despreciaba a la que más. Siendo así, cuando ya se marchaban
obligué al chico que conducía a que bajase la ventanilla de su asiento,
asiéndome con fuerza a la puerta: –“¿Dónde vais?”- les pregunté, -“De acuerdo.
Seguid recto, giráis la primera a la izquierda, luego la segunda a la derecha y
saldréis a la autovía. Yo me conozco como la palma de mi mano las carreteras de
toda España, a mí me han echado de aquellos pueblos y ciudades donde he vivido:
Lérida, Valencia, Soria, etc.; y he sido despedido de cuantos trabajos he
desarrollado en esos lugares. ¿Sabéis por qué? Porque soy un tipo muy inteligente
y eso no es una cualidad que guste a tus jefes, y si, además, también tu
atractivo es superior al suyo su dinero ya no le sirve como reclamo con las
mujeres, entonces, ¿sabéis que es lo que pasaba? Que yo me las llevaba a todas,
las montaba en mi coche, mucho mejor que éste, y follábamos como salvajes en
los asientos traseros, les metía la chocha allí dónde sabéis y me comía sus
coños, una pluralidad de chochos a mi disposición, de todos los sabores,
edades, clases sociales y nacionalidades; y, cómo no, mis resentidos jefes
hallaban en la masturbación obligatoria la única salida a su lascivia
desenfrenada. Heridos, me despedían y yo, de carácter indómito, que aborrece el
trato inicuo, los mandaba a tomar por el culo, hacía las maletas y me iba a
otro lado. ¿Sabéis?, el malvado tiene fruición en ver la desgracia ajena, pero
yo me marchaba con la cabeza bien alta, exhibiendo una sonrisa ufana que los
delataba como indignos competidores”.
Los jóvenes, finalmente, continuaron su camino: –“Id con
Dios. Gracias por todo”-. El sol calentaba el rincón de la calle donde antes
descansaba, regresé allí y me repanchingué sobre el poyete. Cada fotón que
lamía mi piel me producía un dulce hormigueo muscular. ¿Era, después de mucho
tiempo, feliz? Y si así era, ¿por qué? Brindé por ellos, qué demonios, qué buen
corazón y qué coche más bonito, ¿de dónde eran?, ¿no se lo pregunté?, bueno da
igual, su coche era muy bonito, no tanto como el mío…, ¿quién me dio ese euro?
Agarré la litrona y bebí mientras lanzaba al aire la moneda de un euro, que
giraba y al girar producía la ilusión visual de una esfera que sube y baja y
cae en la palma de mi mano. Jamás pensé que con tan poco fuese más feliz,
aunque fuese una felicidad efímera
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