viernes, 25 de marzo de 2016

TITO

- “¡Qué asco de vida!”.

         Mis tripas rugían demandando combustible. A eso acaba reduciéndose todo, a la carne. El ser humano es una infame máquina biológica en lucha perpetua por restaurar el equilibrio homeostático de su organismo. Tengo hambre, siento, luego existo.
El viejo león errante, devorador de hombres, sentado en el poyete de una vetusta casa, bebía cerveza, bostezaba, silbaba, aburrido, sin saber cómo matar el tiempo porque, o bien, él era el que imponía su ritmo al tiempo, o bien, ese mismo tiempo inoculaba el veneno del tedio emponzoñando su organismo. El viejo león, ese era yo. Cazaba perdices en el cementerio, donde me las comía, crudas, después de despellejarlas y extraerles las vísceras, pese a que me hallaba en lugar sacrosanto, lugar que respetaba, de descanso y paz eternos. Sin embargo, yo era un hombre hambriento regido por sus instintos más primitivos. Conductas atávicas ocultas en el humano civilizado se manifestaban en mi comportamiento; como el animal salvaje, mi única preocupación diaria se centraba en encontrar alimento que llevarme a la boca. El cultivo espiritual, la reflexión moral o la contemplación de la belleza requieren un esfuerzo intelectual ímprobo, tiempo y tener el estómago lleno. A mí me sobraba tiempo. Y el tiempo que se consume en urdir planes para conseguir comida exacerba la sensación de hambre, te lleva a la desesperación y te aleja de las tareas más sublimes encomendadas al ser humano. Lo repito una vez más: somos carne, huesos, sangre y dolor (entiéndase fluctuaciones en el correcto funcionamiento del organismo).      
         Abordé a tres jóvenes bellos, altos, frisarían el metro ochenta y cinco, sanos, de andar resuelto que pasaban frente a mí y les pregunté por su coche, “Cuál era?”, un opel astra azul marino metalizado, me incorporé, dejé la litrona a un lado sobre el poyete, los saludé estrechando sus manos efusivamente, alabé su buen gusto reiterando lo precioso que era su coche, un coche muy bonito. Ellos sonrieron. Me había especializado en lisonjear a todo aquel que pudiese ofrecerme su ayuda, de hecho, era un comportamiento que surgía espontáneamente prescindiendo de la participación de mi mente consciente, como una respuesta al estímulo de la presencia de gente. Además, diligentemente cuidado, la carrocería bruñida emitía un fulgor que hería las pupilas de mis ojos entrecerrados. A continuación, juzgué que era el momento oportuno y solicité su auxilio rogándoles que me prestasen un euro con el que comprarme un bocadillo para calmar el hambre, y como accedieron gustosamente, sin titubeos, me vi en la obligación moral de recompensarles, así que recurriendo a mi prolija experiencia de la vida en la calle les di un par de consejos que a buen seguro les serían de utilidad en el futuro, porque me resultaron simpáticos, estos jóvenes dadivosos, y porque su coche era muy bonito. En primer lugar, les previne sobre la naturaleza mezquina del ser humano advirtiéndoles que hasta en los actos de bondad, realizados con las más nobles intenciones, subyace un interés egoísta; se lo sinteticé en la máxima -“No os fiéis de nadie”-. Segundo consejo y más importante, atended al menesteroso y si os pide una limosna para comer dádsela, no os figuréis que ese dinero será invertido en comprar drogas, ya que cuando hay gazuza el timorato pierde la vergüenza y los buenos modales se olvidan pues el hambre es una necesidad fisiológica que es imperativo satisfacer; a nadie le resulta agradable importunar a otros, por ese motivo sed caritativos con ellos y no dejéis que insistan en sus ruegos, no os podéis imaginar lo que sufre el alma del pedigüeño.
         Ofrecía mi sabiduría de vagabundo con regocijo mientras los jóvenes escuchaban mis reflexiones atentos, como conspicuos estudiantes enamorados de las virtudes de su maestro. No obstante, el fanfarrón conductor de un mercedes descapotable interrumpió nuestra disertación sobre la actitud para con las zozobras del vagabundo. Los altavoces de su descapotable escupían una música afrentosa para nuestros oídos a un volumen indecente, y el canalla, además, tuvo la osadía de burlarse de mí, -“Vamos Tito”-, vociferó el granuja, provocando las carcajadas de sus acompañantes femeninas; por otra parte, bellísimas. Reaccioné a sus provocaciones blandiendo el puño enérgicamente en el aire, furioso, irritado, airado, como se quiera decir; respondí con una retahíla de exabruptos al tiempo que vituperaba su conducta indecorosa; visualicé su trasero a merced de mi pierna y le propiné un potente puntapié que enrojeció su nalga derecha y, finalmente, cargué el puño en un conato de agresión. Todo ello ante la mirada atónita de mis interlocutores. Consciente de mi locura pasajera, me serené y supliqué me disculpasen por tan injustificada actitud, inusual en alguien como yo, e improcedente, mostrándome, a continuación, como un hombre razonable inflexible ante el escarnio, que en esas situaciones pierde los papeles en contra de su voluntad pero que, no obstante, recupera la compostura con igual rapidez como su temperamento belicoso reprende al lenguaraz.
         Finalizada nuestra conversación, los jóvenes subieron al automóvil. Afligido, los observé acomodándose en los asientos del opel astra azul metalizado- muy bonito. Reían felices, y yo quería compartir su dicha,  no podía no ayudar una vez más a estos jóvenes de noble corazón. Su actitud me había vuelto a reconciliar con la raza humana, a la cual odiaba enconadamente y despreciaba a la que más. Siendo así, cuando ya se marchaban obligué al chico que conducía a que bajase la ventanilla de su asiento, asiéndome con fuerza a la puerta: –“¿Dónde vais?”- les pregunté, -“De acuerdo. Seguid recto, giráis la primera a la izquierda, luego la segunda a la derecha y saldréis a la autovía. Yo me conozco como la palma de mi mano las carreteras de toda España, a mí me han echado de aquellos pueblos y ciudades donde he vivido: Lérida, Valencia, Soria, etc.; y he sido despedido de cuantos trabajos he desarrollado en esos lugares. ¿Sabéis por qué? Porque soy un tipo muy inteligente y eso no es una cualidad que guste a tus jefes, y si, además, también tu atractivo es superior al suyo su dinero ya no le sirve como reclamo con las mujeres, entonces, ¿sabéis que es lo que pasaba? Que yo me las llevaba a todas, las montaba en mi coche, mucho mejor que éste, y follábamos como salvajes en los asientos traseros, les metía la chocha allí dónde sabéis y me comía sus coños, una pluralidad de chochos a mi disposición, de todos los sabores, edades, clases sociales y nacionalidades; y, cómo no, mis resentidos jefes hallaban en la masturbación obligatoria la única salida a su lascivia desenfrenada. Heridos, me despedían y yo, de carácter indómito, que aborrece el trato inicuo, los mandaba a tomar por el culo, hacía las maletas y me iba a otro lado. ¿Sabéis?, el malvado tiene fruición en ver la desgracia ajena, pero yo me marchaba con la cabeza bien alta, exhibiendo una sonrisa ufana que los delataba como indignos competidores”.
         Los jóvenes, finalmente, continuaron su camino: –“Id con Dios. Gracias por todo”-. El sol calentaba el rincón de la calle donde antes descansaba, regresé allí y me repanchingué sobre el poyete. Cada fotón que lamía mi piel me producía un dulce hormigueo muscular. ¿Era, después de mucho tiempo, feliz? Y si así era, ¿por qué? Brindé por ellos, qué demonios, qué buen corazón y qué coche más bonito, ¿de dónde eran?, ¿no se lo pregunté?, bueno da igual, su coche era muy bonito, no tanto como el mío…, ¿quién me dio ese euro? Agarré la litrona y bebí mientras lanzaba al aire la moneda de un euro, que giraba y al girar producía la ilusión visual de una esfera que sube y baja y cae en la palma de mi mano. Jamás pensé que con tan poco fuese más feliz, aunque fuese una felicidad efímera

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